domingo, 22 de julio de 2012

¿Te animás a enfrentarte a Lucky?

Además de hablar y escribir sobre cine, también de filmar cortos, Matías Orta se dedica a la ficción literaria. Varios de sus cuentos fueron distinguidos en concursos literarios y publicados en sitios web y revistas. Sumado a todo esto, pertenece a La Abadía de Carfax, círculo de escritores de horror y fantasía, grupo con el que ya sacaron tres antologías.
A partir de 2011, Matías dio a conocer su proyecto más ambicioso: I Love Lucky – relatos, blog que incluye cuentos protagonizados por Lucky, un playboy postmoderno, obsesionado con la cultura pop, al que amarán odiar y odiarán amar. ¿Por qué? Bueno, digamos que tiene hábitos algo peculiares...
La mejor manera de empezar a conocer a Lucky en leyendo “Marky Mark”, el primer relato.

 

                                    Marky Mark

Estaba en Relax (La disco gay de moda, según mi amiga Div), y estaba levantándome un chongo estilo caribeño, cuando me fijé en él.
Incluso desde esa distancia, a la luz de la barra donde seguro quería pedir un trago, con el campo visual muy tapado por las locas que iban y venían, noté que se parecía Mark Walhberg.
Le dije al caribeño que lo vería en un rato y fui tras Marky Mark. Obvio que debía ser mío.
A medida que me acercaba se volvía más hermoso, más atractivo. Se parecía al Mark Walhberg de esa peli donde acosaba a Reese Whiterspoon, sobre todo. Vestía ropa del mismo tono (camisa beige, pantalón marrón, zapatos seguramente marrones también). Según esos rasgos juveniles, no debía tener más de 25 años. Por cómo movía la cabeza al ritmo de Duran Duran —sonaba “Notorious”— y por la manera de hablarle al barman, no era amanerado como quienes bailaban y se chuponeaban y se tocaban a nuestro alrededor. No parecía puto, o no se comportaba como tal. ¿Sería bi, como yo? ¡Perfecto! Estoy un poco harto de las locas locas. Desde que también había empezado a mirar hombres que nadie me flasheaba así.
Se le arrimó un blondo ultracomible; le dijo algo al oído, le pasó una mano por uno de esos fornidos brazos. Pero Marky, sonriendo, respondió con una frase corta (que no pude escuchar por la música al palo, obvio), y el chongo se fue rápido, haciéndose el indiferente.
Difícil el pibe… pero “difícil” nunca significó un carajo para mí. Además, todavía me confunden con DiCaprio, sobre todo cuando viajo a Nueva York y Los Ángeles y en varios países de Europa. Sólo a los frígidos no les cabe DiCaprio. Y, pese a su actitud, Marky no parecía frígido. Ni ahí.
¿Y si andaba acompañado por su pareja o por amigos? Tampoco me importaba. Sabía cómo deshacerme de noviecitos y de las prototípicas pendejas gay friendly que la van de cool.
El barman le sirve un Sex on the beach.
Uno de mis tragos de cabecera. ¡Hasta en eso coincidíamos!
Lo tenía en bandeja de oro, condimentado, humeante. Listo para engullir, como diría De Giacomi.
Aunque jamás fui un enfermo de las redes sociales, se me antojó sacar mi celu y mandar a mi Twitter: “Marky Mark”. I know, antes de capturar y devorar a la cebra, el león no se cuelga con el Twitter, pero yo no soy un león.
No un león, pero sí fui un tarado: cuando levanté la mirada, un anteojudo entrometido le hablaba a mi Marky. Lady Gaga pensaba como yo: comenzó a sonar “Bad Romance”.
Bueno, ahora es cuando lo mandás a la concha de su hermana, Marky, pensé.
Pero Marky no sólo siguió escuchando al Otro: también se reía de los chistes o comentarios del fucking entrometido. ¡Y hasta le convido de su Sex on the beach! ¿Sería un amigo o pareja? No, nada de eso. Era evidente que acababan de conocerse.
Encima el Otro no era ningún Brad Pitt. Pelo castaño, camisa negra, jeans gastados, fucking anteojos. Por su contextura física debía practicar rugby. Siempre odié a los rugbiers. Había visto miles de esos tipos en discos gays de todo el mundo, pero ese tenía cero onda desde el vamos.
Si Marky no lo echa a la mierda, lo haré yo.
Alguien me tocó el culo. Miré atrás.
No recordaba el nombre de ese clon de Andy Bell de los ’80 que sonreía como un boludo, pero me acordaba de habérmelo comido por lo menos una noche. Una noche en la que yo había estado puesto mal, seguro.
—¡Bugs! —dijo a los gritos con una voz chillona.
—¿Eh?
—¡Por Bugs Bunny! Si vos me pusiste este apodo.
—Ahh, cierto. Mirá, estoy apurado. Nos vemos…
Pero Bugs me agarró del brazo y dijo:
—No me llamaste más.
Uff, estoy harto que escuchar siempre lo mismo: “No me llamaste más”.
—Ando a mil. Otro día te llamo.
—Pero dale. Mirá que sigo teniendo el mismo BlackBerry.
—Okey, te llamo.
—O escribime por Facebook.
También odio el “Aceptame como amigo en Facebook” o “Seguime por Twitter” o alguna mierda así. ¡Sí, en ese momento odiaba las redes sociales, GRRR! Ojalá mi Marky no fuera otro adicto a esas boludeces.
Pero volví a mirar hacia la barra y ya no estaba. Ni él ni el Otro.
What the fuck?
Apreté los dientes, cerré un puño, quise agarrar a Bugs y… Pero no perdí tiempo y me puse a buscar en las pistas, cerca de otras barras, en el sector de los sillones, en el VIP.
Ni señales de ambos, la concha de la lora.
Corrí a los baños, esperando sorprenderlos abotonados como animales. Vi garchar a varias parejas, pero no a ellos. Sin dejar de ser cogido por el blondo que había ido por Marky, el chongo caribeño que quise levantarme minutos atrás me invitó a la fiestita.
—Otra noche —dije, y salí.
Volví a buscar donde antes. Nada, sólo miles de locas haciéndole caso a David Bowie y su “Let’s Dance”.
Al final, mi Marky resultó más fácil que el 90% de las locas de Relax y de casi cualquier disco, la puta madre... CONTINUAR LEYENDO


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